“En este mundo, la estabilidad solo puede significar entropía, muerte lenta, en tanto que nuestro sentido de progreso y el crecimiento es nuestro único medio de saber que estamos vivos. Decir que nuestra sociedad se está desintegrando sólo quiere decir que está viva y goza de buena salud” . Marshall Berman
Frente a todo cambio la respuesta natural del ser humano ha sido históricamente el miedo, luego el rechazo y confrontación, negación, resignación y por último llega la aceptación. La incertidumbre que genera la falta de control sobre el devenir de los hechos lleva a que Más vale malo conocido que bueno por conocer sea una de las frases más conocidas y guía del accionar de muchos.
Es por ello que no llama la atención que la lectura de muchos filósofos, científicos, comunicadores y profesionales de las ciencias sociales sobre las nuevas generaciones de jóvenes y sus hábitos tecnológicos sea un tanto apocalíptica. Para ellos vivimos en una era donde la ética contemporánea se resume en una maraña de experiencias en la que no hay jerarquías de valores y normas sin dejarse llevar por el “crepúsculo del deber”. Nos movemos por un manantial inagotable de bienes que se renuevan y se perfeccionan sin parar y se gozan y disipan en un marco de individualismo y autonomía radicales, con libertad y secularización completas, hedonismo, nomadismo sin penurias, multiculturalismo y transparencia de los flujos de información, y la perspectiva de movilidad social y enriquecimiento asegurados para quien esté dispuesto a sacrificarse trabajando duro.
Cuando los adultos miran a los jóvenes “abstraerse” dentro de las computadoras y mostrar ciertos rasgos de desinterés por la vida fuera de ellas, el miedo ataca a los puntos más neurálgicos del ser y la respuesta se imprime en las primeras planas: es el fin de los valores modernos que da paso a una sociedad superficial.
Sin embargo, dentro de esos artefactos, que muchas veces parece desprenderse de sus propios cuerpos, existe una realidad mucho más palpable y efectiva de lo que es la del exterior. Nuevas comunidades comienzan a formarse y con ellas las posibilidades se multiplican. La capacidad de expresión y de comunicación toma nuevos sentidos en cada click que se produce, segundo a segundo, en el mundo. El derecho a la información traspasa los límites de las legislaciones. Ya no se trata de una simple censura sino de que la velocidad de producción y lectura hace cada vez más complicado la represión de la comunicación.
Estas nuevas prácticas vienen acompañadas de un nuevo lenguaje, nuevas costumbres y hábitos. Todo conlleva a que los valores que dominaban las antiguas actividades cambien para adaptarse al futuro. La velocidad y el alcance de la información marcan su huella en todos los ámbitos y la economía no está exenta de ello. Así como tampoco lo está la educación.
Al cambiar los modos de relacionarse, la población también se encuentra frente a la posibilidad de replantearse los órdenes jerárquicos. Esta posibilidad altera la percepción de las redes y su funcionalidad, las cuales eliminan fronteras no sólo espaciales sino también sociales, políticas y raciales. Su uso potencial podría a llegar a ser leída como la praxis de la democracia.
La producción y el sentido del conocimiento también se alteran. La importancia no va a estar dada por la profundidad sino por la extensión que este conocimiento trace. Como si fuera una soga a la cual todos tuviéramos la posibilidad de agarrar, la experiencia va enlazándonos unos a otros, sin importar la distancia física que nos separe. Y es la misma experiencia del conocimiento la que guiará el accionar de las nuevas comunidades. El futuro está escrito en un código de unos y ceros, sólo falta poder leerlo.
Sin embargo, dentro de esos artefactos, que muchas veces parece desprenderse de sus propios cuerpos, existe una realidad mucho más palpable y efectiva de lo que es la del exterior. Nuevas comunidades comienzan a formarse y con ellas las posibilidades se multiplican. La capacidad de expresión y de comunicación toma nuevos sentidos en cada click que se produce, segundo a segundo, en el mundo. El derecho a la información traspasa los límites de las legislaciones. Ya no se trata de una simple censura sino de que la velocidad de producción y lectura hace cada vez más complicado la represión de la comunicación.
Estas nuevas prácticas vienen acompañadas de un nuevo lenguaje, nuevas costumbres y hábitos. Todo conlleva a que los valores que dominaban las antiguas actividades cambien para adaptarse al futuro. La velocidad y el alcance de la información marcan su huella en todos los ámbitos y la economía no está exenta de ello. Así como tampoco lo está la educación.
Al cambiar los modos de relacionarse, la población también se encuentra frente a la posibilidad de replantearse los órdenes jerárquicos. Esta posibilidad altera la percepción de las redes y su funcionalidad, las cuales eliminan fronteras no sólo espaciales sino también sociales, políticas y raciales. Su uso potencial podría a llegar a ser leída como la praxis de la democracia.
La producción y el sentido del conocimiento también se alteran. La importancia no va a estar dada por la profundidad sino por la extensión que este conocimiento trace. Como si fuera una soga a la cual todos tuviéramos la posibilidad de agarrar, la experiencia va enlazándonos unos a otros, sin importar la distancia física que nos separe. Y es la misma experiencia del conocimiento la que guiará el accionar de las nuevas comunidades. El futuro está escrito en un código de unos y ceros, sólo falta poder leerlo.